No hubo tal revolución ciudadana, por importantes que sin duda son los resultados obtenidos. No solo hay que modificar la superestructura jurídico política; también hay que transformar la estructura socioeconómica.

Miles de personas se dieron cita en la plaza de la Constitución. Foto: Luis Soto/ContraPoder
Las meritorias movilizaciones masivas ocurridas durante el año 2015 han sido calificadas por muchos como una “revolución ciudadana”. A nivel externo también se produjo una gran admiración. Pero ahora que iniciamos un nuevo año y a las puertas de una nueva administración, vale la pena reflexionar críticamente al respecto.
El resultado más tangible es la defenestración de un gobierno, así como el procesamiento y encarcelamiento provisional de quienes lo encabezaron, lo cual, obviamente, no es poca cosa. También se han sentado bases para enfrentar la impunidad que ha campeado en el país. Paralelamente, hay un nivel importante de empoderamiento ciudadano, que abre grandes potencialidades para profundizar la democracia y fortalecer el Estado de derecho.
Pero no nos podemos ir con la finta y dejarnos llevar por la subjetividad que los éxitos obtenidos despiertan. Debe hacerse un análisis objetivo de esa crisis política.
Lo que se produjo fue una movilización de clases medias, espontánea y sin orientación definida, inspirada en el hastío provocado por la corrupción generalizada en la esfera política del Estado.
Resultó un gobierno de transición, de derecha, tan fugaz como intrascendente que, justo es reconocer, logró “tranquilizar” la inestabilidad y mantener la institucionalidad, permitiendo la continuidad de la alternancia en el poder, con un nuevo gobierno electo democráticamente.
Los ciudadanos emitieron un voto con una comprensible incoherencia, condenando la política, cuando lo que se requiere es fortalecerla, principalmente en su capacidad de representación/mediación y su contenido programático. Pero el fastidio es tal que simplemente se vota “en contra”.
Se eligió un partido fundado por militares provenientes de la contrainsurgencia, que fue precisamente la matriz de la impunidad y cooptación del Estado por los poderes paralelos. Arrasó un candidato cuyo principal mérito fue no ser político y carecer de un planteamiento programático, lo cual no niega su clara orientación conservadora, ni tampoco su posible intencionalidad positiva.
Los factores históricamente hegemónicos salieron fortalecidos. Los Estados Unidos se manifiestan explícitamente con una incidencia evidente (¿injerencia?), buscando “sanear” un Estado cuya descomposición les es disfuncional en términos de sus intereses geopolíticos; y los empresarios tradicionales se subieron en la marea de la inconformidad ciudadana y obtuvieron altos réditos políticos.
La legitimidad de la democracia representativa salió fortalecida, con una expresión político-ideológica conservadora.
Y mientras tanto, los inmensos problemas estructurales de histórica data, la pobreza y la exclusión, se invisibilizaron momentáneamente, ante una aparente “unidad nacional” que, supuestamente, borra antagonismos y contradicciones utilizando para ello la pintura de la lucha contra la corrupción.
Sin embargo, la última Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (ENCOVI) rompió esta irreal armonía, señalando nuestra vergüenza de seguir creciendo económicamente al mismo tiempo que producimos más pobres y pobres extremos, la gran mayoría de ellos en las áreas rurales e indígenas.
La realidad es que no hubo tal revolución ciudadana, por importantes que sin duda son los resultados obtenidos. No solo hay que modificar la superestructura jurídico política; también hay que transformar la estructura socioeconómica, pero no con las recetas de quienes siempre han querido disfrazar el crecimiento económico de desarrollo social. ¿Le entramos a buscar consensos o seguimos acortando la mecha de la explosión social?