
Texto y fotografías de Andreas Boueke
Julio tuvo un accidente en una piscina hace once años. “Me facturé la quinta y sexta vértebras”, cuenta. Ocurrió durante una clase de natación. El maestro de la escuela pública “Doctor Pedro Molina” obligó a sus alumnos a subirse a un murito para practicar saltos de clavado. Pero la piscina no tenía más que 115 centímetros de profundidad. El primero en la fila era Julio. Tenía catorce años. Era platicador, alegre, siempre dispuesto a colaborar. Siguió las indicaciones del maestro . Levantó sus brazos. Se tiró con la cabeza primero. Entró al agua. Al instante golpeó con fuerza contra el piso. Se quedó inconsciente. Sus compañeros lo sacaron. Llamaron a una ambulancia. “El maestro nunca se disculpó”, dice Julio. “A veces le miro en la calle, pero se hace el loco”.
“La política aquí es bastante corrupta”, opina Julio Coj Cujcuy. El joven de 26 años va manejando su silla de ruedas por las calles de Chimaltenango. “Nunca he recibido nada del Gobierno. Solo firman convenios para aparentar que ayudan, pero no lo hacen”. En marzo de 2008 el Estado guatemalteco firmó la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad de las Naciones Unidas. Julio lo ve como una burla.
JULIO YA NUNCA VA A CAMINAR
Aquel día, el padre de Julio trabajaba en su pequeña panadería cuyos ingresos apenas cubren los gastos de sus siete hijos. De repente sonó el teléfono. “Nos dijeron que mi hijo había sufrido un accidente,” recuerda Felipe Coj . “Le iban a operar en el Hospital Roosevelt. Al llegar allí nos enteramos de que lo único que podíamos esperar era que ojalá pudiera sentarse. Nada más. Desde este día ya no lo vi caminar”.
Julio se quedó parapléjico. Puede hablar, girar su cabeza, levantar sus brazos y apenas agarra una cosa. No logra mover sus dedos. Quiso seguir con sus estudios, pero no encontró las facilidades necesarias. En Guatemala es común que personas con problemas físicos no logren realizar sus aspiraciones educativas porque la sociedad no les ofrece las condiciones que necesitan. Ni el cinco por ciento de los jóvenes con discapacidad estudia dentro del sistema educativo. Solo diez por ciento concluye la educación primaria, seis por ciento la educación media y menos del uno por ciento entra a la universidad.
Uno de los pocos guatemaltecos con discapacidad que obtuvo un título académico es el psicólogo Ronald Solís. A pesar de haber sufrido secuelas por la polio llegó a ser catedrático de la USAC. Quizá por eso es un investigador de la situación de las personas con discapacidad. “Por cada mil inscripciones que hay en las escuelas de Guatemala, solamente cinco son de niños y niñas con discapacidad. Si uno hace un análisis comparativo con otros grupos excluidos como mujeres, pueblos indígenas, la juventud o las víctimas del conflicto armado se da cuenta que el tema de la discapacidad no está visibilizado ni comprendido”.
El hecho de que el Estado guatemalteco haya firmado la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad le inspira sarcasmo a Roland Solís: “Guatemala ratifica todo, pero no cumple con los compromisos adquiridos. En nuestro país ni una cuarta parte de la población con discapacidad tiene acceso a servicios de salud especializados para rehabilitarse. El día a día del cuidado, de lucha y de persistencia les toca a las familias y en especial a las madres”. La madre de Julio siempre está presente para atender las necesidades de su hijo. “A él hay que bañarlo y levantarlo”, cuenta Margarita Cujcuy.
“Le hago sus ejercicios para evitar que los pies se le pongan tiesos. Siempre tiene que tomar medicamentos. Son caros, pero si deja de tomarlos se le estiran las piernas, le da dolor de cabeza y le duelen los hombros. A veces le dan movimientos involuntarios y otras veces no quiere levantarse”.
Hubo un tiempo cuando Julio pensó que su vida había terminado. Pero no, su vida sigue y es costosa. “Necesita pañales y medicamentos”, relata su hermano menor, David. “A veces se deprime y dice que mejor hubiera muerto de una vez.” David tiene 21 años, ha dedicado gran parte de su juventud al cuidado de su hermano. “Al principio me costó aceptar la idea de tener que cuidar de él. Yo dejé de hacer cosas que cualquier joven haría, como salir con amigos. Prácticamente paso mi tiempo libre con él.”
NO HAY JUSTICIA PARA JULIO
Después del accidente, la familia Coj Cujcuy esperó recibir apoyo de parte de la dirección de la escuela, ya que la tragedia ocurrió durante una clase bajo la responsabilidad del maestro. Pero el director no se comprometió a una compensación oficial. Los que juntaron dinero para apoyar con los fuertes gastos médicos iniciales fueron algunos maestros y muchos alumnos. De allí alguien dijo que se debería demandar al Estado. Apareció un abogado que ofreció su apoyo. El jurista convenció a la familia de que lo mejor era demandar al maestro. Felipe Coj recuerda el proceso como una experiencia cara y frustrante: “Le pagamos al abogado y él tramitó toda la cuestión, pero cuando llegó el día de la audiencia, no apareció. Dicen que estaba ebrio. Por eso nosotros tampoco nos presentamos. Allí fue donde se perdió el caso”.
Finalmente un juez dictó una condena. El maestro tuvo que pagar una multa de unos Q20 mil. El dinero quedó en las arcas del Estado. La familia no recibió nada. El padre lamenta: “Fuimos a averiguar al Ministerio Público y nos dijeron que el caso ya estaba cerrado”.
Este resultado no le sorprende a Solís. Afirma que en Guatemala la experiencia de negación de justicia es común para personas con discapacidad: “El Estado se quita la responsabilidad y castiga aún más a las familias. Tampoco hay una cobertura amplia en el tema de rehabilitación. Por lo tanto las posibilidades de acceder a las plazas laborales son sumamente bajas. Eso genera un círculo de pobreza. Una familia con una persona con discapacidad gana menos y gasta más”.
Solamente dos por ciento de la población guatemalteca con discapacidad tiene acceso a un trabajo remunerado. Más de la mitad no sabe leer ni escribir. Antes del accidente Julio cursaba segundo básico. Después, tuvo que buscar sus propios medios para aprender a manejar la computadora y consiguió un empleo en una empresa donde laboró por dos años y medio.
Aunque el accidente ocurrió bajo la responsabilidad del Ministerio de Educación, ningún ente estatal ayudó a Julio. Finalmente, él mismo empezó a exigir que se respetaran sus derechos. Habló con el director departamental del ministerio en Chimaltenango. Buscó apoyo con el gobernador. Incluso logró sentarse frente a frente con la entonces ministra de Educación, Cynthia del Águila. “Ella me dijo que me iba a apoyar”, cuenta. “Pero solamente hizo unos cuantos movimientos y de allí yo ya no supe más de ella. La llamé, pero nunca me contestó”.
A pesar de las desilusiones, Julio no ha renunciado a su espíritu de lucha. A pocas cuadras de su casa se encuentra el taller del Ministerio Betel, una oenegé que recibe sillas de ruedas donadas desde el extranjero. En el taller trabajan seis personas con discapacidad, reparándolas y construyendo otras para venderlas a un costo moderado. Así fue como Julio pudo conseguir una silla de ruedas eléctrica.