La relación entre el Estado tutelado y la incapacidad de las elites dirigentes para lograr el cambio en la sociedad.
En el proceso de descolonización que vivió el mundo en el siglo 20 se creó una extraña categoría, los territorios en fideicomiso, en la cual se incluían (y se incluyen aún hoy) aquellos países que ya no son colonias de un país europeo, pero que tampoco son independientes. Son países bajo algún tipo de administración internacional que se consideran muy frágiles para gobernarse autónomamente, pero que tampoco desean continuar siendo colonias de una potencia extranjera. El concepto ha sido extendido en épocas más recientes a países que, debido a guerras, carecen de un Estado con la capacidad para ejercer las responsabilidades públicas mínimas. Normalmente, esto conlleva algún tipo de tutelaje internacional sobre la gobernabilidad y la autonomía de la clase dirigente para tomar decisiones. Por esa razón yo prefiero llamarlos Estados Tutelados.
Los Estados Tutelados son el resultado de la incapacidad de las elites dirigentes para asegurar un país donde exista un orden público basado en el respeto a la ley, progreso compartido basado en un desarrollo económico equitativo, e inclusión social sin discriminación (sobretodo la discriminación fundamentada en factores étnicos o religiosos).
Guatemala es hoy un Estado Tutelado. El Gobierno de Estados Unidos y diversas expresiones institucionales de la comunidad internacional cogobiernan en el país. Y la mayor parte de la clase dirigente y todos nuestros medios de comunicación sin excepción, han comprendido esa realidad y se han adaptado a ella. Tanto en la derecha como en la izquierda se respira un cierto aire de alivio ante esta situación, pues como me dijo una amiga hace unos dos años atrás, “necesitamos al embajador de Estados Unidos para que ponga orden en este país”.

Estados Unidos ha asumido, sin complejos, su rol tutelar sobre la gobernabilidad del país. Guatemala y todo el Triángulo Norte son leídos como focos de inestabilidad para la seguridad norteamericana, y por ello toda intervención se mide y se justifica contra ese rasero. Y su programa de tutelaje tiene un piso mínimo claro: limitar significativamente la migración hacia Estados Unidos, y asegurar que el desorden público no se traduzca en grandes ventanas de oportunidad para el terrorismo y el crimen organizado.
Pero ese piso implica algunas tareas más complejas como asegurar instituciones comprometidas con el respeto a la ley, combatir la impunidad y la corrupción, respetar los derechos humanos y fortalecer el Estado de derecho, así como favorecer políticamente estrategias de crecimiento económico que permitan una distribución más equitativa de los frutos del progreso material. Y la verdad es que ni Estados Unidos ni nadie en el mundo saben cómo hacer eso, en un contexto donde los cambios políticos y sociales no parten de condiciones endógenas. En pocas palabras, el cambio social al cual se aspira con el Estado Tutelado ha sido posible a lo largo de la historia, solo cuando los mismos países han tenido una elite dirigente hegemónica comprometida con ese cambio social. Y el Estado Tutelado no puede generar esa clase dirigente en sí, porque el liderazgo social se genera desde la ciudadanía, no desde el tutelaje.
Así que los ciudadanos somos, al final de cuentas, los únicos responsables de que este país logre los objetivos planteados por el Estado Tutelado. Y para ello tenemos que construir un liderazgo social que asuma las tareas de fortalecer las instituciones democráticas y que promueva un progreso con equidad y sin discriminación. Ese liderazgo surgirá de nuestra capacidad de organización a nivel nacional y local, y de nuestra capacidad de vigilancia social para que los líderes se ajusten a los objetivos concertados democráticamente. Y, como dijo un político argentino del siglo pasado: “El presente es de lucha. El futuro es nuestro”.