No, no se abrió paca. Es la maratón del juguete edición 2015. Y, sin embargo.
Sobre la acera, colinas de brillantes objetos y prendas de segunda, pelotas baratas por docena y peluches de paca. También, muñecas desnudas y rencas, carros de juguete sin llantas, balones paches de fut.
Los vehículos se detienen sobre la calle auxiliar con luces de emergencia. Sonrientes duendes del reciclaje y la generosidad de las sobras sacan del baúl enormes bolsas negras de basura.
¡Listo! Alguien se encargará de llevarlo a la lejana aldea o a la barriada marginal para que algún niño pobre se entere, gracias a la caridad, de qué va la Navidad.
¡Oh! Pero también se acerca el niño de cuatro años, abrazado a un delfín que ya no recordaba, pero al que ha vuelto a apegarse nomás saber que pronto será de otro niño. La mamá lo empuja para que lo entregue a uno de los voluntarios que recibe las donaciones. Retrechero y lloroso, al fin lo suelta. La mujer le abraza, le felicita y le asegura que su pequeña renuncia ha hecho feliz a un niño que no tiene ningún peluche que abrazar en la noche, cuando tiene miedo.
Se aleja por la acera, orondo y sonriendo ya, la sensación tibia de la solidaridad enroscándose en su cuello como bufanda en esa tarde fría. Una paleta entre la boca ha terminado de endulzar la separación.

¿Por qué donamos a las caridades? Hay infinidad de motivos que alientan la filantropía de semáforo, de época o de principios. Los comerciantes lo hacen por ganar imagen frente a clientes o votantes.
Los empresarios del narco, por lavar. Los responsables, por saldar una deuda social. Los pretenciosos por impresionar a los amigos con fintas de bondad. Los calculadores, por escamotear impuestos al fisco. Los ecológicos, por reciclar lo que ha dejado de servirles. Los autoindulgentes, por salir de lo que estorba y sentirse beatíficos. Los cristianos, por purgar la culpa de su privilegio.
Los idealistas, por contribuir a un mundo mejor. Los sentimentales, por la sensación gratificante y adictiva, como de ponche con piquete, que deja la generosidad.
Del mismo modo que Immanuel Kant, yo creía que la pasión era incompatible con la acción moral. Nadie, pensaba, que regale o done para “sentirse tiernito por dentro” practica en realidad la generosidad.
Pero he cambiado de opinión.
No hay porqué escamotear a los generosos de cualquier calaña los pilones de una autoimagen más positiva o el bienestar natural que experimenta quien regala. Estos beneficios, así como todas las motivaciones ulteriores, tienen la gracia de estimular la virtud y aceitar los engranajes de la convivencia.
A los duendes del saldo, los ya mayorcitos, habría que estimularles acaso a superar esa etapa de generosidad infantil tipo maratón del juguete, para involucrarse en formas más racionales y eficaces de generosidad que favorezcan un impacto mayor y a más largo plazo en la vida de los beneficiarios.
La educación en la generosidad debiera entenderse precisamente como una maratón, una disciplina para la que hay que practicar y que requiere de un esfuerzo continuo y cada vez mayor. No está mal que empiece por pasar a la carrerita a dejar un juguete que nos sobra. Ojalá fuera ese el inicio de una larga vida filantrópica.
Por curiosidad busco en Internet imágenes y videos de la primera entrega de juguetes. En una foto, una chiquita de dos años recibe un Teletubbie de fieltro rojo. Sonríe. Imagino al pequeño que recibirá el delfín y lo abrazará en la noche, sintiéndose, quizá, más acompañado. Y mando a mis dobleces y a mi ironía de paseo.
¿Quién soy yo para juzgar los motivos y mecanismos, desde los loables hasta los criminales, de los que se sirve la vida para iluminar así los ojos de una niña de la aldea Las Brisas, Cuilapa?