Y aquí les traigo una anécdota de predicciones.
Era enero, como ahora. Urgían las predicciones de cierto astrólogo para la edición dominical del periódico. Con el apremio del cierre, preferí pasar a recogerlas en persona a la casa de colonia donde despachaba con añillo en el meñique. El imberbe asistente imberbe (merecía doblemente el adjetivo por lampiño y pendejo) me entregó un fólder de papel manila. En un semáforo, lo abrí para espiar los augurios para el Aguador, mi signo. Además de las usuales hojas mecanografiadas, había recortes de viejos horóscopos de Buenhogar y Vanidades. Había transcrito para Acuario la vieja suerte de Piscis. Qué descaro endosarme así la suerte futura de otro —más bien pasada: los recortes eran de una década anterior.
Era oficial: 1. El futuro es incierto, aun para los adivinos. 2. Le pagaban una suma astral (superior al salario mínimo diferenciado) al susodicho fraude por pepenarse disparates de otros adivinos de copy-paste.
Cuando le despidieron, adujo inocencia. Ante la evidencia y mi valiente testimonio, culpó a sus quebrantos de salud y al desdichado subalterno del fiasco. Pero no podía prescindirse de una sección tan popular. Desde ese día, sin cartas de referencia ni experiencia previa, me convertí además en la pitonisa del diario. Aquella página fue hasta su desaparición una alegre creación colectiva. Puro invento.
—¿Sagitario, jóvenes?
—Poné que se echen desodorante.
Traducido al lenguaje ambiguo del vaticinio, del que teníamos amplia experiencia como chapines, aconsejábamos al Centauro cuidar los malos olores. “Pueden traerle desavenencias”, consignaba la pitonisa a modo de advertencia.
Con tal ligereza de dioses decidíamos en la Redacción la suerte de cada signo. Mis compañeros contribuían con inspirados vaticinios, con su jefe o vecino malquerido de cubículo en mente. Fue una mala racha para Virgo, al que siempre le deparamos pérdidas económicas, traiciones y desamores, intrigas y hasta la muerte de la mascota pues por coincidencia o destino a cada uno nos caía mal un Virgo.

Y sin embargo, confieso que ni esa experiencia me curó del vicio.
Corren los primeros días del 2016 y ya leí el horóscopo —mi signo y el de cada familiar. Una familia grande me da excusa para leer casi todos los signos astrales. Me entero que toca el turno al chango en el desfile zoológico del zodíaco chino. Empieza el año del Mono de Fuego Rojo, en febrero: “Un período agitado, de muerte y renacimiento”, por si les picaba la curiosidad.
Hojeé también las predicciones de Nostradamus: guerra mundial, erupción del Vesubio y terremoto en Estados Unidos. La clave para la vigencia, sospecho, es predecir suficientes desgracias y cataclismos. Nadie reclama por escapar al Apocalipsis como lo haría de no ganar el gordo de la lotería.
Al poco olvido todo lo leído que aún no sucede, pero no importa. Casi todo es basura: es precisamente el regocijo de los vicios.
Qué le voy a hacer. Me encantan los principios, aunque sean impostados. Aunque lleguen por decreto del calendario. Y me gustan, precisamente, porque todo empiezo invoca a la adivinación. En esta época inaugural nos abrimos a las revelaciones y a los pálpitos. Las revistas nos complacen con vaticinios de astrólogos y pitonisas. Las más sesudas, con predicciones de expertos en economía y política, un poco más de lo mismo. Hay quien nos depara, según las cabañuelas, un abril soleado y caluroso.
Enero es el agosto de Nostradamus; de él y de todos los que como él viven del futuro y la ansiedad y la incertidumbre tan humanas. Así ha sido y así será.
Ojalá el rey de Creso no hubiera prestado oído al Oráculo de Delfos, que le profetizó que si cruzaba el río Halis con su ejército, destruiría un imperio. Resultó ser el propio.
Les auguro, queridos lectores, un año bueno, próspero y plácido. Pero ya ustedes están advertidos de cuán poco fiables podemos ser adivinos y pitonisas.