El aumento del salario mínimo no ha impedido que la pobreza crezca. Es necesario debatir al respecto, pero con criterios técnicos.
El salario mínimo es un convencionalismo producto de una agenda colectiva que se elevó con éxito a nivel mundial. Los defensores de los derechos humanos hicieron suya la lucha por proteger al trabajador. Pero no hicieron campaña por garantizar ganancias mínimas para los emprendedores, para aquellos que arriesgan sus ahorros y, antes de obtener beneficios, pagan salarios y tributan.
El dabate sobre salario mínimo es periódico. Se limita a las esferas social, legal e ideológica. No he leído, a la fecha, argumentos técnicos que respondan, por ejemplo, cuál es la tasa natural de desempleo, ni cuán inelástica es la demanda o la oferta ante cambios de salarios. Tampoco hay información sobre las características del mercado laboral de acuerdo con el nivel educativo, el área geográfica y el sector económico, ni sobre la movilidad de la fuerza laboral de una región a otra. Mucho menos sobre los efectos económicos de la flexibilización de los contratos en la tasa de crecimiento. El solo hecho de que no haya una encuesta mensual de empleo constituye una gran limitante.
El trabajo está sujeto a las fuerzas del mercado, a la interacción de oferta y demanda. Sin embargo, el número de personas que ofrece servicios laborales es inelástico, es constante de una semana para otra, incluso de un mes a otro. Esto significa que la demanda –o número de personas que las empresas buscan– es más sensible ante cualquier movimiento de precio. Cuando la demanda sube y la oferta se mantiene relativamente estática, el precio de equilibrio aumenta, es decir, los salarios aumentan.
Según la Encuesta Nacional de Empleo e Ingresos (ENEI), el salario promedio del guatemalteco se sitúa en Q2,100 al mes. Si la remuneración mínima se fija por encima de ese punto de equilibrio, la demandada se contrae. Esto, a su vez, crea una brecha entre la oferta y la demanda y explica por qué el 70 por ciento de los empleados del país labora en el sector informal y solo el 30 por ciento es contratado “legalmente” a los precios normativos.
Si el salario mínimo fuera fijado por debajo del punto de equilibrio, la incidencia sobre la cantidad demandada sería nula. Tiene sentido entonces que, para evitar abusos, el salario mínimo se encuentre por debajo del punto de equilibrio.

El análisis debería ser más complejo porque existen distintos mercados laborales geográficos. No es lo mismo el mercado laboral de Xela que el de Guatemala, Masagua o San Agustín Acasaguastlán. Se necesita más información y criterio para tomar decisiones de políticas que produzcan mejores resultados. Hoy día, el salario mínimo es como aquellas personas que deciden ignorar la realidad de su endeudamiento y dejan de abrir los sobres que les envían las instituciones financieras.
Lo importante es determinar si la política salarial del país tiene resultados o no. De 2006 a 2014, el salario mínimo ha subido de Q1,291 a Q2,280 mensuales, es decir, ha registrado un aumento acumulado del 76 por ciento. Sin embargo, de acuerdo con la última Encuesta de Condiciones de Vida realizada por el Instituto Nacional de Estadística, en ese mismo período, la pobreza aumentó de 52 a 59 por ciento. Es otras palabras, el incremento del salario no incidió en la tasa de pobreza.
Por otro lado, un informe reciente de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) sobre el mercado laboral europeo indica que la tasa de desempleo en los países que cuentan con salario mínimo es de 12.7 por ciento, mientras que en los que no lo tienen es de 6.8 por ciento.
Cualquier fijación de precios es una intervención sobre un mercado y causa distorsiones. Ya es momento de evaluar si el salario mínimo trae beneficios reales al país o, por el contrario, acarrea efectos secundarios perniciosos.