El presidente Jimmy Morales intercaló una advertencia sobre la caridad en su discurso pronunciado con ocasión del tedeum cristiano evangélico. Dijo que quienes viven en extrema pobreza están menos sedientos de la ayuda extranjera que otros conciudadanos, acostumbrados a financiar sus actividades, total o parcialmente, con donativos.
No emprendemos proyectos rentables y autosostenibles, sino gastamos (y a veces despilfarramos) fondos ajenos. En el camino, perdemos nuestra dignidad.
Coincidentemente, asistí a una reunión en la cual nos recomendaron un libro por Robert Lupton titulado Toxic Charity. La referencia fue dada por un hombre muy caritativo; un empresario estadounidense que desarrolló programas de inversión para aliviar la pobreza en Nicaragua. Lupton asegura que vivimos en la era de la compasión.
Según el Charity Navigator, el sector caritativo de Estados Unidos ha crecido exponencialmente. Es una industria de US$358 mil millones. Guatemala recibió –en ayuda oficial para el desarrollo– US$387.9 millones en el 2014, US$88.5 millones más que el año anterior. Y la tendencia en EstadosUnidos se replica mundialmente, inclusive aquí.
Guatemala es el país más solidario de América Latina, según un índice de caridad de Charities Aid Foundation. No cabe duda que dar nos hace felices.
Lupton agrega, “la industria de la compasión es casi universalmente aceptada como una empresa virtuosa y constructiva. Lo que es verdaderamente sorprendente es que sus resultados prácticamente no se examinan”.
Después de trabajar con iglesias, agencias gubernamentales y empresarios, Lupton concluye que las buenas intenciones pueden incluso causar daño.
El libro citado da un ejemplo centroamericano: lo erogado por un grupo de universitarios cristianos que viajó al istmo para repintar un orfanato, hubiera cubierto el costo de pagar a dos pintores locales, contratar a dos maestros tiempo completo, y comprarle uniformes a todos los estudiantes del colegio.
Lupton aclara que no cuestiona las buenas motivaciones del donante, sino las consecuencias no intencionadas. Los viajes de servicio no empoderan a los destinatarios ni mejoran su calidad de vida de forma sostenida. No alivian la pobreza ni tampoco cambian la vida de los donantes para bien.
Tienden, en cambio, a “debilitar a los servidos, fomentar relaciones deshonestas, erosionar la ética de trabajo del beneficiario e incrementar la dependencia”.
El autor de Toxic Charity advierte que “la misericordia sin la justicia degenera en dependencia y un sentido de merecimiento”.
Es un error entrar en pánico de crisis frente a una carencia crónica, como el hambre. El autor aboga porque los programas caritativos busquen formar relaciones duraderas en paridad, basadas en la confianza mutua. Es preferible entablar relaciones comerciales que relaciones de dependencia: crear productores y no mendigos. A los destinatarios, recomienda “desintoxicarse de la ayuda y promover la empresarialidad y el libre comercio. Invertir en infraestructura. Asegurar préstamos razonables, no donativos”.
Dirigiéndose a la comunidad internacional, el presidente Morales aclaró que no quería sonar mal agradecido. Yo entendí que su punto era similar al de Lupton. Los guatemaltecos tenemos que recobrar nuestra dignidad, asumiendo la responsabilidad por nuestro propio destino.
Recuperar el control sobre el desarrollo conlleva balancear la autogestión, la descentralización y la desregulación con una apertura comercial de cara al resto del mundo. Porque en palabras de Jonathan Glennie, autor de libros de desarrollo, “lo más triste del mundo no es la pobreza; es la pérdida de dignidad”.