Para aislarse en Dinamarca, usted tiene que entregar su patrimonio por encima de 1,340 euros para sufragar los gastos de su manutención.
“Dos males no hacen un bien”, subrayaba mi papá cuando, por ejemplo, sus hijos devolvíamos un golpe por otro o cuando mentíamos para encubrir una falta previa. Los diputados de Dinamarca me recordaron el refrán, cuando la semana pasada aprobaron una ley que permite a las autoridades confiscar las posesiones de los inmigrantes refugiados. El parasitismo de generosos programas estatales no se corrige violando el derecho a la propiedad privada.
Quienes huyen del Oriente Medio, África del Norte y otros lugares conflictivos y solicitan asilo en Dinamarca, podrán quedarse con sus argollas matrimoniales y joyas de valor sentimental, pero deberán entregar otros bienes. ¿Quién decidirá qué y cuánto entregan? ¿Bastará lo confiscado para costear su permanencia en dicho país? La medida pone de manifiesto el temor que invade a los europeos debido al masivo influjo de hordas de extranjeros, que amenazan su estilo de vida. El año pasado, Dinamarca recibió un número récord de 20 mil personas. En Suecia y Alemania estiman una oleada de 190 mil y 1.5 millones de refugiados anuales, respectivamente.
Se dice que la migración obedece a tres móviles principales: huir del peligro, buscar mejoras económicas y aprovechar jugosos beneficios sociales. Las crisis humanitarias ablandan el corazón. En cambio, genera un recelo nacionalista el mito según el cual los foráneos vienen a “robar” empleos escasos. Más indignación sienten los concienzudos tributarios al ver copados los servicios gubernamentales, incluyendo los servicios policíacos, por gente extraña que no paga impuestos. En la práctica, es complejo identificar el móvil de un migrante, porque hasta los más desesperados buscan radicarse allí donde se prometen mejores condiciones.

La crisis migratoria evidencia los incentivos perversos que crean los Estados benefactores, que otrora enorgullecían a los alemanes, suecos y daneses. Los esquemas redistributivos, como otras tantas regulaciones, producen injusticias y costos ocultos. ¿Cómo no va a resultar un imán la promesa de salud y educación garantizada y gratuita en Dinamarca? En tanto, las autoridades de Lituania declaran que han abierto sus puertas de par en par, pero los refugiados no van allá porque recibirían menos subsidios. Un periódico sueco reportó que más de 30 personas buscando asilo rehusaron ser albergadas temporalmente en un parque de diversiones, porque no querían residir en el campo. “Venimos a vivir, no a trabajar,” dijo claramente un migrante caradura.
¿Y qué si el escaso patrimonio que lograron sacar consigo los inmigrantes a Europa, iba a ser invertido en actividades productivas? Años atrás, migrantes aventureros y emprendedores construyeron Estados Unidos y Argentina, entre otros países. Llegaron a convivir en paz; a sembrar raíces, produciendo y creando riqueza, sin ninguna expectativa de depender de regalos o protecciones. Para atraer ese perfil de migrante, es necesario eliminar las oportunidades para parasitar.
Por otra parte, Otto von Bismarck diseñó el Estado benefactor en 1883 para una sociedad con una abundante fuerza laboral joven y una población que moría antes de los 45 años. Hoy, los sistemas de bienestar están quebrados por el invierno demográfico y sucesivas debacles económicas. Es decir que aún antes de la crisis de refugiados, los europeos tendrían que haber empezado a reformar sus sistemas de seguro social y demás programas sociales.
Quizá los políticos tengan más pavor de confrontar esta realidad, que de los refugiados. Están acostumbrados a prometer el bienestar general y la redistribución a las masas votantes, y ellas a su vez se habituaron a reclamar los programas sociales como derechos adquiridos.