
He visto aparecer, en el curso de algunas conversaciones, la famosa calificación de “mente cerrada”, que algunos suelen dirigir contra aquellas personas que tiene firmes convicciones y que son capaces de poder ofrecer razón de sus propias opiniones. Al endilgar el mote de “mente cerrada”, la persona pretende de alguna manera encasillar a su interlocutor, romper el proceso de comunicación, ponerse en un plano de superioridad al juzgarse a sí mismo como de “mente abierta” y querer dar un valor mayor a sus propias ideas. No me parece que sea esta una buena ruta para establecer un diálogo constructivo.
He querido escribir unas líneas sobre este tema no porque que no existan aquellos que por fanatismo, ignorancia o pereza intelectual suelen estar inclinados a no escuchar ninguna razón. Claro que los hay. Pero cosa muy distinta es equiparar estos últimos, con aquellos que tienen convicciones y que están dispuestos a ofrecer argumentos para sus creencias. A estas las llamo yo personas con criterio. Conozco muchas de ellas que no solo conversan y convencen sino que también están dispuestas a aprender de sus interlocutores, incluso para revisar sus propios puntos de vista.
Una segunda etiqueta que aparece frecuentemente ha sido la de reaccionario o retrógrado, para calificar a todo aquél que sostiene puntos de vista conservadores en lo social o en lo político. Este recurso idiomático pretende de golpe capturar para sí el patrimonio de lo nuevo, lo fresco o lo “in” como si la novedad fuera razón suficiente para ganar una discusión. Pocas veces he visto que se quiera entender toda la riqueza conceptual y argumentativa detrás de las posiciones conservadoras, que no rehúyen nunca el progreso sino que lo ven bajo la luz de instituciones tradicionales fundantes. Así que la próxima vez que escuchemos a alguien llamarse progresista a costa de repartir etiquetas de retrógrados a otros por el simple hecho de sostener una posición conservadora, cuestionemos su “progresismo” de entrada, pues ofrece un ejemplo justamente de cerrazón al no querer ejercer su entendimiento, para conocer mejor la opinión de su interlocutor.
Hay una tercera trampa en las discusiones. La de pretender en el nombre de la tolerancia, relativizar cualquier argumento. Hoy que tan de moda está el no creer en nada, la mal llamada “tolerancia” busca poner al relativismo como norma y medida de las discusiones, de manera que cualquier idea pareciera tener igual peso o mérito. Esto es muy peligroso. Las ideas tienen jerarquías. Si no fuera así, las aberraciones totalitarias del siglo XX como el nazismo o el comunismo ocuparían igual espacio que el humanismo cristiano. Así pues, hay que evitar confundir la tolerancia con la indiferencia. La primera parte de la premisa que hay una verdad que se busca y que en el curso de una conversación se tiene el derecho a “equivocarse”; la segunda, por el contrario parte de la premisa que nunca nadie tendrá razón, es decir, que de alguna manera todos estamos equivocados todo el tiempo.
El arte de dialogar, debatir y convencer es uno de los más preciados tesoros de las relaciones humanas. De allí que sea importante preservarlo y desarrollarlo. El primer paso para esto, es ser conscientes de que solemos tenderle trampas al proceso de conversar, con el objeto de ahorrarnos tiempo, o para no tener que justificar nuestra propia manera de pensar, o simplemente para evitar el bochorno de tener que concederle la razón a alguien más. Pero no es por esa ruta que nos podemos entender mejor. Quitemos estas etiquetas de la conversación y estoy seguro de que podremos construir mejores acuerdos y consensos.