Matar a los que hacen mal, como remedio expedito para terminar con los males.
“Ustedes todo lo quieren para ayer”. “Ni esperar que hierva el agua quieren”.
La misma dulce ancianita que renegaba de calentar agua en el microondas recetaba arreglar el país a pura onda expansiva de bombazo. Un bombazo en el Congreso, para demoler la corrupción. Un bombazo en Pavón, para hacer volar a los delincuentes. Un bombazo en las casas de empeño, para acabar con los agiotistas. Y sanseacabó. Borrar los males de un plumazo, sin miramientos, sin complicaciones. Siempre quise creer que esos exabruptos terroristas de mi abuela eran solo de placa a labios. Chocheras de viejita. Que a la hora de la verdad no hubiera tirado la molotov para despacharse a tanto cristiano.
Estos días escucho los dislates de mi abuelita en todos lados y no solo de bocas con placa. Soluciones de microondas piden en la radio, en las redes y en el bar. Pena de muerte a los sicarios, limpieza social a los tatuados, bombas de napalm en las zonas rojas de la ciudad. Exigen escuadrones de asesinos dispuestos a remediar la violencia a fuego y sangre.
Reconozco en los arrebatos verbales, la misma rabia impotente que llevaba por dentro mi abuela, una mujer a quien le habían matado un hijo. El mismo temor sin dientes, temor de dejar a los suyos en este reino en el que los asesinos se salen con la suya, que la hacía rezar cinco rosarios diarios. Ya no me distrae el tono enardecido o la disparatada contradicción.
Vamos al meollo. Todos quieren quitarse el miedo de encima. Tener miedo es como cargar con la pelambre mojada de un oso a tuto: pesa, cansa, hiela. Ciertamente es espantoso vivir y criar hijos en un país en el que un miércoles cualquiera, un taxista pasa dejando un cuerpo desmembrado en una bolsa de basura. Una mañana de domingo en la que las familias salen a pasear, asesinos hacen estallar una camioneta. Y amanecemos el lunes, con una bomba incendiaria en un comedor de barrio. Uno no quiere vivir en un lugar donde decapitan y desmiembran, donde calcinan y revientan vidas con tan cotidiana ligereza.
Y por fin lo entiendo. Lo que dicen esas voces furibundas es: no quiero vivir más con impotencia y temor. ¡Estoy harto de vivir así! Eso, amén del lenguaje de esquirla y onda de choque, es comprensible. A los que llaman al programa de radio exigiendo muerte a los mareros, les digo lo que nunca pude a mi abuela la unabomber: que el temor –la emoción más primitiva– al detonar genera ondas expansivas tan capaces de matar como las bombas. Los animales, por instinto, respondemos al temor con una dentellada de agresión. Huir o hacernos los muertos son las otras opciones en el repertorio del cerebro reptil. En la urgencia por protegernos o a los que amamos, no siempre escogemos la acertada.
Y es que el temor tiene la manía de cortar comunicación con nuestros cerebros evolucionados. Aquel cerebro capaz de entender argumentos, reflexionar y expresarse en forma coherente.
Leí hace poco que el 88 por ciento de los criminólogos, profesionales que se dedica a entender los mecanismos de la mente criminal, no cree en la pena de muerte. Los índices de homicidio de un Estado que ha establecido la pena de muerte son indistinguibles de los de un Estado en el que no hay pena capital: por eso. Estos investigadores de la Universidad de Colorado (www.deathpenaltyinfo.org) encontraron que si bien la pena de muerte no servía para disminuir las conductas criminales, sí servía a los políticos para ofrecer a los ciudadanos una inmediata, aunque falsa, percepción de seguridad. Desafortunadamente, concluyeron, también distraía a legislaturas y sociedades de abordar soluciones reales y eficaces al problema del crimen.
Y si eso sucede con el castigo institucional, ¿cuánto menos efectiva podría ser una ejecución extrajudicial? ¿Un bombazo? ¿Contratar sicarios para acabar con sicarios? ¿Y sanseacabó?
Todo esto recuerdo y reflexiono, mientras tomo una taza de té tibio que, por impaciente, calenté en el microondas. Me quemé la boca. Y como era de esperar con lo que fácil hierve, se ha enfriado demasiado pronto, negándome la sensación reconfortante y apaciguadora que tanto necesitaba.