
Carlos Cruz no tuvo una adolescencia especialmente dura. Era la clase de chico que acudía a su instituto de secundaria con saco y corbarta y que, sin mucho esfuerzo, figuraba en el cuadro de honor de la clase. Carlos Cruz, su padre, había trabajado como peón desde la infancia y había logrado ser maestro, graduarse en la universidad y conseguir una plaza de supervisor en el Ministerio de Educación. Deseaba lo mismo para su hijo pero sin las penalidades que él había sorteado. Sabía que desde el ministerio podía ayudarlo a lograr su plaza como docente y estaba dispuesto a pagarle la carrera para que no tuviera que trabajar. Pero este plan era el del padre. Los pensamientos del hijo iban más allá de México y llegaban a Estados Unidos, donde estaban repartidos sus vecinos de Jutiapa quienes enviaban dinero para invertirlo en tiendas, picops, pizzerías o talleres mecánicos en su pueblo.
Mientras Carlos hablaba sobre estabilidad y esfuerzo, sobre la perspectiva de una vida en la que había un cheque cada mes, el viaje al norte se convirtió en la obsesión de su hijo, quien dejó los estudios al terminar la secundaria y se hizo albañil. Su padre siempre le negó ayuda para pagar el viaje. Hasta que llegó el día en que su primogénito, ya con 23 años, le dijo: “Me voy, aunque sea caminando. Usted no me ayude, pero luego no vaya a preguntar por mí”. Seis meses más tarde, un 13 de junio de 2003, sonó el teléfono de Carlos por la noche. Su hijo acababa de llegar a Manassas, en el estado de Virginia.
Cuatro años después, en 2007, también en una casa humilde situada al final de una calle de tierra en Patzún, Chimaltenango, una pareja de padres vivía un dilema similar. El hijo mayor de Josefina Coyote insistía en que lo ayudara a marchar al norte para trabajar en la empacadora de carne de Iowa, donde ya laboraban sus primos y muchos jóvenes del pueblo. Con las remesas construirían una casa de dos niveles, abrirían una tienda y los tres hermanos podrían llegar a la universidad.
Josefina no se dejaba convencer. Pensaba en los peligros del viaje y en que no deseaba que su hijo fuera un mozo, aunque fuera en los Estados Unidos. Quería que estudiara y que nadie lo humillara. Pero la economía familiar quebró. Josefina y su marido, Anacleto Ajú, arrendaban tierra para producir brócoli. Compraban al crédito los pilones, el fertilizante y los insecticidas y saldaban las deudas con la venta de la cosecha a un exportador que proveía a supermercados de Estados Unidos. En 2007, invirtieron Q48 mil en la producción y cuando fueron a vender el intermediario había desaparecido. Se quedaron con varias toneladas de brócoli sin refrigeración, sin nadie a quién vendérselas y con un agujero en sus cuentas. Los argumentos del hijo mayor comenzaron a resultar persuasivos. Pero Josefina es una mujer fuerte y encontró una solución. Una tarde, sentados alrededor de una mesa, les dijo a sus hijos: “Ustedes se quedan aquí y estudian, y su papá se va”.
EL DINERO
Quienes desean emigrar no necesitan buscar ni al coyote ni al prestamista que suele estar asociado a quien traslada indocumentados a Estados Unidos. Normalmente son ellos quienes encuentran al migrante. Disponen de redes de intermediarios que saben en qué familia hay problemas económicos o en qué hogar hay un hijo que sueña con manejar un picop por una autopista de ocho carriles cuando encuentran a los potenciales clientes, los intermediarios verifican que posean una buena propiedad que quedará como garantía del crédito. Sin inmueble, no hay viaje.
Después, el usurero se presenta en la casa del cliente y le cuenta que todo irá bien, que el viaje cuesta US$5 mil dólares y que con lo que gane el emigrante, el crédito y los intereses –siempre entre el 60 y el 120 por ciento anual– se pagarán sin problemas. Normalmente, la familia ni siquiera toca el dinero, pasa directo al coyote.
El problema reside en cómo garantizar el pago del crédito. A veces, el migrante entrega la escritura de propiedad del inmueble al agiotista. Otras, se firma un documento notarial de reconocimiento de deuda en el que se acuerda que el bien queda como garantía. Pero en los últimos años se ha generalizado una práctica más eficaz y que deja menos huellas: el usurero y el migrante firman un contrato de compraventa del inmueble. Si la familia no paga, el usurero hace valer el contrato ante un juez y se apropia de la casa o del pedazo de terreno, como si el préstamo jamás existió. En unos casos explica abiertamente en qué consiste este trato, pero en otros, lo oculta y las familias ignoran que están vendiendo sus propiedades a cambio de US$5 mil dólares. Esto es lo que les ocurrió a Josefina Coyote y al maestro Carlos Cruz.
LA PRIMERA IMPRESIÓN
La primera vez que vio a Rafael Cabrera, Josefina se sorprendió de su aspecto. En Patzún se decía que era un quetzalteco muy rico que había financiado a la mayoría de los vecinos el viaje a Iowa. Y esa era la verdad, pero Josefina recuerda a Rafael como un viejo campesino desaliñado y gruñón que entró en su casa como si ya fuera suya. Apoyado en una pared, trató de convencerla de que enviara al norte a dos de sus hijos porque así devolverían el préstamo antes. La casa cubría el costo de por lo menos dos viajes, le dijo. Días después, Anacleto acudió a la oficina de Rafael en San Juan Ostuncalco. Acordaron que el préstamo sería de Q50 mil, a un interés del 120 por ciento anual. Eso implicaba que en dos años le deberían Q120 mil solo por intereses. Firmaron un documento que ni Josefina ni su esposo leyeron. Era un contrato de compraventa.
Cuando recuerda el momento en que conoció al usurero, Carlos Cruz reconoce que debió desconfiar más de aquel grupo de hombres armados que viajaban en picops con vidrios polarizados. “Parecían pistoleros del narcotrafico”, dice hoy. Pero lo cierto es que entonces confió tanto en ellos, y especialmente en su líder, un hombre llamado Rubén Sanchinelli, joven oriundo de San Luis Jilotepeque, Jalapa, como para entregarle la escritura de su casa y firmar el papel en blanco que le puso delante. Carlos pagó la mitad del viaje en efectivo, los otros Q25 mil se los prestó Rubén con un interés del 96 por ciento anual. A cambio le vendió su casa pero, al igual que Josefina, es algo que Carlos tardó en descubrir.
LA DEUDA
Lo peor que le puede pasar a un agiotista es que su cliente cruce la frontera de los Estados Unidos y sea deportado poco tiempo después, que no encuentre trabajo o no envíe dinero a casa y no salde el crédito. La idea de firmar una compraventa fue ideada precisamente para minimizar este riesgo. Por eso, lo peor que le puede pasar a la familia de un migrante también es que su pariente sea deportado al poco tiempo o que no mande dinero. A Josefina le pasó lo primero; a Carlos, lo segundo.
Pese a su aspecto, Rubén Sanchinelli era un hombre tranquilo que no se inquietó demasiado cuando vio que el hijo de Carlos pasó cuatro años sin enviar dinero para que su padre pagara el préstamo. Rubén tenía su manera de decir las cosas. Un día, a mediados de 2007, llegó a la casa de Carlos, se sentó y comenzó a contar una historia. Le dijo: “Me metí en un grave problema, profe. Me metí con un usurero, un indio bajado de la montaña, un indio muy perro que manda a matar a quien no le paga. Cometí el error de pedirle dinero prestado y ahora no tengo para pagarle. Ese hombre no descansa hasta que no le quita las propiedades a la gente porque tiene mucho dinero para pagar a la justicia”.
Después de aquello, Carlos comenzó a preocuparse por pagar, pero en cuatro años los Q25 mil se habían convertido en Q121 mil. Un día, mientras trabajaba en la delegación del Ministerio de Educación, un ejecutivo del Banco de los Trabajadores se le acercó y le preguntó si necesitaba un préstamo. Carlos pensó que podría comenzar a saldar así su deuda con Rubén. El vendedor le explicó que el banco ofrecía un crédito mancomunado; es decir, uno concedido a dos personas en la que una sirve de garante. Días después, lo llamó para anunciarle que habían encontrado precisamente a otra supervisora del Ministerio de Educación dispuesta a aceptar la mancuerna. Los Q75 mil que le dieron de préstamo ingresaron inmediatamente a la cuenta de Rubén. Pero poco tiempo después, su compañera fue despedida, dejó de pagar las mensualidades y el banco comenzó a descontarle a Carlos ambas cuotas. Todo su salario iba directo a las arcas del banco.
Primero, la entidad bancaria lo denunció y luego, negoció con él: le ofreció otro préstamo de Q75 mil que debía usar para pagar el juicio que el propio banco emprendió. Mientras tanto, la deuda con Rubén se incrementaba cada mes. Carlos estaba en serios problemas.
Para Josefina todo fue más rápido. Entre 2007 y 2008 su marido Anacleto trabajó 14 meses en Postville, un pueblo de Iowa, Estados Unidos. En ese período envió Q41 mil que fueron a la cuenta del prestamista Rafael Cabrera. Pero una mañana de mayo de 2008, cientos de agentes federales comenzaron a entrar a la empacadora de carne donde trabajaba. Sucedía la mayor redada contra trabajadores ilegales en la historia de los Estados Unidos. Fueron detenidas unas 400 personas, varias de ellas patzuneros que pasarían los siguientes seis meses en prisión, en espera de ser deportados. Rafael comprendió pronto las consencuencias de lo que acababa de suceder: ninguno de esos hombres tenía dinero para pagarle. Al cabo de unas semanas, tocó a la puerta de Josefina y le dijo: “Ahora esta es mi casa”.
EL JUICIO
Entre 2007 y 2012 Carlos y su esposa Marta atrevesaron los años más dificiles de su vida. Él no pudo comprarse ni un par de zapatos y ella tuvo que ir a vender a la calle. El hijo volvió de Estados Unidos, tras provocar un accidente cuando manejaba ebrio. Accedió a irse antes de ser deportado y cuando regresó a Jutiapa, en 2009, solo llevaba Q50 en el bolsillo.
Todo lo que Carlos y Marta ganaban se destinaba a pagar las deudas contraídas con Rubén Sanchinelli y el banco. En 2012 ya le habían pagado Q133 mil al prestamista, estaban por cancelarle toda la deuda y Carlos lo llamó para pedirle de vuelta la escritura de su casa. “Profe, yo le voy a llevar su documento, no tenga pena, aunque sea un cafecito nos tomamos”, le contestó Rubén, pero no volvió a contestar el teléfono y en febrero de 2013 Carlos recibió una citación judicial. Milton Nájera, uno de los hombres del usurero, lo había denunciado para que desocupara su propia casa. La vivienda era propiedad de Milton, como establecía un contrato de compraventa.
Rafael Cabrera era consciente de que mientras Anacleto estuviera preso en Estados Unidos, Josefina, una mujer sola y sin estudios, sería vulnerable. Primero le dijo que se tenía que ir de su casa y después, en un tono más amistoso, le pidió que lo acompañara a su oficina para que firmara otro documento. Si lo hacía podría quedarse en su vivienda. Josefina respiró tranquila. Solo comprendió qué clase de contrato había suscrito unas semanas después, cuando fue citada ante un juez.
Rafael quería expulsarla de su casa con el argumento de que ella era una arrendataria que no le pagaba la renta a él, el propietario. Sin saberlo, Josefina había firmado un contrato de arrendamiento, de modo que reconocía que ella era solo una inquilina de Rafael.
Cuando se ven en esta situación muchas familias de migrantes optan por ceder ante los prestamistas. Lo hacen por miedo, por ignorancia, por carecer de dinero para pagar un abogado o porque los convencen de que no podrán ganar el juicio, que ni siquiera podrán probar que hubo un crédito, solo una compraventa.
En parte tienen razón. Sin embargo, como sostiene Ubaldo Villatoro, abogado del Consejo Nacional de Atención al Migrante (Conamigua), muchas familias de migrantes podrían conservar sus casas o terrenos con apoyo legal. Tanto Josefina como Carlos lo consiguieron, buscaron un abogado y afrontaron los juicios. Tuvieron miedo, por supuesto, pero más temor les causaba perder su casa.
Carlos argumentó que el documento de compraventa era falso, que había sido engañado y, además, la transacción tenía que haber sido registrada ante las autoridades xincas para ser válida, ya que su casa está en terrenos comunales. La justicia le dio la razón. Josefina la tuvo más complicada porque había reconocido que era arrendataria de su prestamista, pero pudo detener el desalojo y ahora intenta que los contratos sean declarados nulos ante un juzgado de Chimaltenango. Rafael sigue intimidando a su familia, y ella, aunque aún puede perder su casa, ya no tiene miedo.
Conamigua es una dependencia de la Cancillería que da asistencia legal gratuita a los migrantes. Muchas familias recurren a este consejo cuando sus parientes son detenidos o deportados, pero los casos de denuncia de abusos cometidos por usureros son casi inexistentes. Los de Josefina y Carlos son los únicos conocidos hasta ahora. “Casi siempre esto se ve como un problema privado del que nadie habla en público, aunque hay cientos de personas afectadas”, dice el abogado Villatoro.
Carlos Cruz asegura que entre sus vecinos hay cinco familias a las que el grupo de Rubén Sanchinellli arrebató su casa. En Patzún se dice que Rafael Cabrera es propietario de 200 propiedades. Ni siquiera se atreve a entrar en el pueblo.
En los peores momentos, cuando creyeron que perderían sus casas, la familia de Carlos y la de Josefina pensaron que solo podrían saldar la deuda si enviaban a otro pariente a Estados Unidos. La migración es tan cara que se financia con más migración.
Al volver deportado a Guatemala, la primera reacción de Anacleto, el marido de Josefina, fue pensar en migrar de nuevo para salvar su casa. Marta, la esposa de Carlos, sabía que nunca se iría “de mojada”, pero sopesó obtener una visa y quedarse ilegalmente en Los Ángeles, donde vive su hermana. Otro de sus hijos quiso inscribirse en un programa de emigración temporal a Canadá. Ninguno de ellos migró. Se negaron no por temor al desierto, al crimen organizado o a los agentes de la “migra”, sino por miedo a algo para ellos igual de temible: endeudarse de nuevo.
