
La educación escolástica se caracterizó por la transmisión de valores teológicos por medio de una visión filosófica inspirada principalmente en la tradición grecolatina. Esa herencia clásica le había brindado a la Iglesia un elemento importante: la disputa. La apertura en relación a la discusión y la búsqueda por una explicación lógica de las cosas provocó un proceso de adaptación y acomodamiento de ideas, de la mano de las constantes reformas, evidenciadas en los concilios y los debates alrededor de las herejías desde la Alta Edad Media. Sin embargo ese proceso también puede ser visto como una respuesta a la fragilidad de la sociedad occidental de aquélla época, donde el sistema, centrado en la visión cristiana desde Carlomagno, no podía darse el lujo de tener holgazanes, herejes o tendencias negativas que debilitaran la estructura interna, sobretodo mientras aún tenían que vérselas con amenazas extranjeras.
En ese mismo ambiente y con ese mismo interés la quema de herejes resultaría también una herramienta efectiva para la “formación” del cristiano, y su integración al sistema de valores. Si bien resulta una idea anti-moderna en su fundamento, sin esta idea no hubiéramos tenido modernidad, así como tampoco hubiéramos alcanzado la modernidad sin volver los ojos a la antigüedad para romper con la visión medieval. El paso de la Alta a la Baja Edad Media se define con un nuevo tipo de conocimiento y una nueva manera de acceder a éste. El conocimiento místico basado primordialmente en la visión platónica de la gran cadena del ser y la dualidad de la realidad se va a romper en un momento en que la población está creciendo a pasos agigantados en comparación a la época anterior, lo que da paso a una nueva revolución agrícola y al desarrollo de las principales ciudades europeas. La escolástica irá ampliando así sus horizontes, pasando de la visión puramente teológica a ser la autoridad de la teoría del conocimiento y la filosofía de la naturaleza.
Con la caída del califato de Toledo en el siglo XII, ciudad cosmopolita a donde la Edad Media no había llegado y el conocimiento clásico se había seguido transmitiendo y desarrollando, la Iglesia será bombardeada por la razón. La literatura latina de los padres patricios, la base de la visión teológica-filosófica, se sentirá realmente amenazada por primera vez. Con más impacto que las herejías de la época medieval temprana, el conocimiento clásico que sale de Toledo se hace su camino hacia el centro de occidente, cuestionando de manera más directa la capacidad de la Iglesia de explicar la naturaleza. El reto de acomodar la razón a su visión es para la Iglesia mucho mayor ahora. Las nuevas ideas parecen complejas e imposibles de acomodarse al cristianismo de la manera como el Platón de Agustín de Hipona lo había hecho. La Iglesia tiene sólo dos opciones: apropiarse de la razón –reclamarla como propia y sintetizarla– o eliminarla. Ambas estrategias con el propósito de impedir que la razón dé lugar a que se desarrolle dos sistemas separados de autoridad en el conocimiento, quitándole la primacía –y el “monopolio”.
La lógica aristotélica, presente desde el siglo VI a través de las traducciones y comentarios de Boecio, pasará a ser el problema central pues por primera vez va a plantearse verdaderamente el valor de la lógica misma: el valor de los conceptos de género y especie estudiados por la lógica[1]. La lógica anterior –adaptada a la visión de la Iglesia en forma de mera disputa- no representaba una amenaza pero ahora esta implicaba toda una nueva esfera de conocimiento, la cual abarcaba la filosofía natural, la metafísica, la biología, la ética, la política, la poesía, la retórica e incluso la economía. Todas estas disciplinas eran parte de nuevas traducciones, con los respectivos comentarios e interpretaciones hechas por los árabes, que pronto llegaron a las universidades europeas. La dialéctica y retórica eran parte de la educación musulmana[2], que se basaba en la recuperación de textos aristotélicos, mientras que en occidente cristiano los textos de referencia eran los ciceronianos. James Bowen apunta: El valor educativo de la dialéctica y retórica –conocidas ambas por la denominación común de “lógica antigua– que estalló en el siglo XII se vio reavivada en el segundo cuarto de este siglo por la introducción de los cuatro libros de Aristóteles, hasta entonces desconocidos, que constituían el Organon[3]. Esta variedad de perspectivas cuestionaban no sólo la autoridad de la Iglesia como institución sino también las afirmaciones bíblicas, siendo al mismo tiempo un reto para la metafísica platónica, para entonces parte central de la visión cristiana.
El corpus aristotélico significó entonces una explosión del aprendizaje y con ello la llegada del pensamiento científico y su concepto de la búsqueda del conocimiento. Esa nueva perspectiva, que rechazaba la visión platónica del enfoque primordial en la metafísica, cuestionando las formas eternas, buscaba el aprendizaje a través de la naturaleza, es decir, por medio de la observación del mundo natural mismo. Y por el hecho de no coincidir con la idea de la revelación a través de la mente, esta dará lugar a una forma temprana de materialismo: el materialismo, aristotélico, el cual será la base para la observación empírica y de la revolución científica, a desarrollarse poco después, si bien aún se enfrentaría a la autoridad de la Iglesia.
Como ya se ha dicho, los nuevos textos implicaban nuevos paradigmas y nuevos problemas desde el punto de vista teológico. Entre los siglos XI y XIII las universidades se habían ido desarrollando gracias al financiamiento de los estudiantes en las principales ciudades occidentales. Si bien la cátedra estaba en manos de hombres de la Iglesia y patrocinadores religiosos, el control intelectual ya no le pertenecía del todo a ésta. El conocimiento aristotélico llevaba consigo una nueva forma de entender la disputa, dando lugar a debates alrededor del deseo de ampliar el campo de aprendizaje hacia disciplinas como leyes y medicina, entre otras. Los estudiantes empezaban a ser conscientes de que podían abrirse a una visión más amplia de las cosas y lógicamente querían conocer el mundo, más allá de la naturaleza de la trinidad.
Los debates se darán también afuera de las universidades. La Iglesia entra en crisis –escolástica e intelectualmente. Se discute cómo mantener la autoridad, necesita responsabilizarse de alguna manera por el nuevo conocimiento pues no se puede arriesgarse a perder su puesto en la esfera social, política y teológica: debe mantener su cosmología manteniéndose al centro de esta. El planteamiento, tras el fallido intento de prohibir a Aristóteles, va a ser claro: debe responsabilizarse por el nuevo conocimiento. Esto será posible gracias a Tomás de Aquino, quien en Summa Teologica (1265 – 1274) va a desarrollar una visión aristotélica profundamente mística y religiosa. Para Tomás de Aquino Aristóteles es la fórmula para conciliar la fe y la razón y garantizar la autoridad epistemológica de la Iglesia. Tomás de Aquino parte también de las obras de Alberto Magno (1193 – 1280) quién veía en Aristóteles la obra más perfecta que la razón humana puede concebir[4], y a partir de la cual hacía una distinción entre investigación filosófica y teológica.
La visión de la razón y la fe como formas separadas de acceder al conocimiento, sin embargo, será parte de la epistemología hasta en el siglo XVII, con la revolución científica y un nuevo elemento clave: la evidencia. Tomás de Aquino se centrará sobretodo en la concepción de un dios a través de la lente aristotélica: un dios cuya mente es ordenada y coherente con el orden de la naturaleza y sus leyes, de modo que el estudio del mundo natural será, para él, el estudio de la creación divina. A partir de entonces se considerará el uso de la razón como un medio por el cual se puede acceder a una verdad superior, siendo esa verdad dios mismo, de la mano de su creación. El reto era hacer sentido de las complejidades con el propósito de comprender el mensaje divino. Sin embargo no pasará mucho tiempo sin que el cosmos aristotélico muestre vacíos y éstos sean también cuestionados.
[1] Abbagnano, N; Visalberghi, A. Historia de la Pedagogía. Fondo de Cultura Económica. México 2008. P. 162
[2] La enseñanza de la retórica en las escuelas superiores musulmanas jugó un papel importante. Estas escuelas, construidas siguiendo el modelo de la Casa de la Sabiduría o Bay-al-Hikma, fundada en el año 803 en Bagdad, transmitían la retórica antigua como parte de un programa centrado en la utilidad religiosa y política. La retórica, o “ciencia de la exposición”, como le llamaban los árabes, consistía en principios y reglas enfocados en brindar facilidad para expresar una misma cosa de muchas maneras. Una de las obras árabes que refleja la presencia de dicha disciplina en la educación árabe en la obra Clave de las ciencias, del persa Al-Sakatu, compuesta por tres partes: la Gramática, la Retórica y la Poética. (Puertas Moya, Francisco Ernesto. La Enseñanza de la Retórica en las Escuelas Medievales. UNED.)
[3] Bowen, J. Historia de la Educación Occidental, II. La civilización de Europa. Siglos VI a XVI. Barcelona, 1986. P. 126
[4] Íbídem. P. 174