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Peregrinos de Chancol

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Hasta Acul, por un queso.

Peregrinos de Chancol

 

Fuimos hasta allá por el queso, el afamado queso de Chancol. Recorrimos carreteras untadas de perros muertos, tramos carcomidos hasta la gravilla en donde niños piden monedas a cambio de apisonar con tierra los hoyos más grandes. Los rostros desteñidos de los perdedores de las pasadas elecciones, nos miraban con sonrisas congeladas en pancartas, como si no se hubieran enterado de su derrota.

En occidente, escarban los cerros para extraer material para los bloques de hormigón con que construyen casas de terraza, escuelas, tiendas, iglesias neopentecostales. En cada recta, una blockera. En cada patio, su modular y gris simpleza apilada, y en las curvas, en las curvas siempre irás tras un camión cargado de bloques prefabricados viajando hacia su destino. Y es que en el Altiplano, en todas las azoteas, infinitas varillas de hierro punzan el cielo más azul a la espera de una próxima remesa para levantar la siguiente hilera de block.

Podría haber comido una porción de tortillas con queso de Chancol en el ranchón Katok, parada obligada del viaje al lago, pero como era mi cumpleaños y en los cumpleaños se puede pedir cualquier capricho, pedí ir hasta la cuna misma del queso, en el lejano Acul. El país tiene esa manía de afear el paisaje, es cierto.

Pero ni todo el empeño por darle a Chichicastenango la apariencia de barriada marginal puede contra la fascinación que inspira este sitio con aroma a copal e incienso, sumido en una niebla mística. En ningún lugar mejor que en este se percibe lo efímero de la propia vida. Suceden aquí las mismas cosas que hace cientos de años. Desde tiempos precolombinos, los jueves y los domingos llegan gentes de los poblados cercanos a comprar y vender granos o gallos a los vecinos y, más recientemente, tejidos y artesanías a los turistas. Los santos cristianos de la iglesia de Santo Tomás, visten trajes moros, de luces, y los quichés desde hace siglos les prenden velas de colores que ahúman el retablo colonial, negro de hollín. En ese templo erigido sobre un antiguo altar maya o en Pascual Abaj, un sitio sagrado en la cima de un cerro próximo a las morerías, donde se fabrican las máscaras.

Seguimos. Ni el mal estado de las carreteras puede contra pinadas que erizan las laderas de los Cuchumatanes y caminos improbables que parecen trepar al cielo. Tampoco la temperatura, que nos obliga a guardar las manos en los bolsillos, es capaz de disuadirnos de comer boxboles en el parque de Nebaj. Una niña nos sirve, de una olla humeante, lo tamalitos envueltos en punta de güisquil y los adereza con salsa de pepitoria y otra de tomate muy picante que nos devuelve el calor al cuerpo.

Por fin, en las faldas de los Cuchumatanes, la Hacienda Mil Amores, donde la familia Azzari elabora los quesos. Respiro hondo el ligero aire de montaña y siento que soy, como alguna vez quise, Heidi en las praderas alpinas. Quisiera cantar al estilo tirolés, de pura felicidad. Sospecho que los migrantes retornados que ahora construyen en Acul, una antigua aldea modelo, sus chalets suizos no les molestaría que entonara el yodelijujú mientras camino junto al rumor del río hacia el nacimiento de agua helada. Acul, significa en ixil “abundante agua”.

Las vistas son hermosas, tanto, que horroriza más pensar en la violencia de la guerra que se ensañó con esta aldea de aires bucólicos.
Balan carneros, tintinean las campanillas colgadas de sus orejas, mugen las vacas mientras las ordeñan, relinchan los caballos en el potrero. Refacciono, ceno y desayuno queso de chancol. Cuatro ponchos de Momos no alcanzan a calentarme los pies. Amanece el pasto cuajado de rocío. Estoy en las nubes. Literalmente en las nubes de las que asoma, poco a poco, la silueta del bosque y la aldea. Pronto habrá que bajarse de la cumbre, regresar a la ciudad. Pero no sin una luna llena de dos libras de queso.


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